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jueves, 21 de septiembre de 2017

JUANA TABOR 666




Rahab recorrió la azotea buscando cómo descender hasta el atrio, y halló una escalera de ladrillos que por una parte conducía al campanario y por la otra al coro y otras dependencias del convento.
Un cartelito prevenía en dos idiomas, latín y esperanto, que estaba prohibido subir a la torre, y añadía: Respete la clausura del convento. Para bajar a la calle siga la escalera.
La muchacha miró el cartel e hizo un mohín.
—Me parece que aquí nos indican el camino. ¿Alguno de ustedes sabe leer? Uno de ellos, Níquel Krom, respondió riéndose:
— ¿Por quién nos tomas? ¿Tenemos cara de sirvientes? Y el otro, Mercurio Lahres, dijo:
—Si hubiera sabido que eso te iba a interesar me hubiese venido con Ángel Greco, el único en mi casa que entiende jeroglíficos. Es secretario de mi madre y le lleva muy bien las cuentas.
—Se lo diré a la mía —replicó Rahab con sorna— para que lo haga ministro de Hacienda.
La madre de Rahab, doña Hilda Silberman —viuda hacía muchos años del riquísimo Matías Kohen, hijo de Mauricio Kohen y de la hermosa Marta Blumen, que conocimos en 1934—( ) era jefa del Estado argentino, la segunda mujer que había llegado a ser presidenta de la Nación.
Tampoco la otra muchacha, Foto Fuma, sabía leer, y así los cuatro permanecieron indecisos delante del cartel.
Nunca hasta entonces habían notado que les hiciera falta el saber siquiera las primeras letras.
Hacia el año 2000 la gente distinguida lo pasaba muy bien sin tal conocimiento.
El cinematógrafo hablado y los radioteléfonos de bolsillo habían reemplazado totalmente los libros y hasta las revistas de crímenes y chistes, postrer refugio de la imprenta.
La vida había perdido su hondura.
Se vivía a lo largo de los días, a lo ancho de los placeres o de las pasiones; pero nadie gustaba de quedarse a solas con su pensamiento, ni con su corazón, ni menos con su conciencia.
La primera víctima de aquella mutilación de la vida fue el arte. El arte sólo puede arraigar en la concentración —que es la tercera dimensión de la vida— para adentro de uno mismo.
La técnica industrial progresaba ciertamente, porque la codicia de lucro estimulaba el ingenio de los inventores.
Pero como el arte o la ciencia pura no son fuentes de ganancia, se iban quedando sin devotos.
Se perdió totalmente el gusto por la investigación desinteresada. Había tantas enciclopedias y cuadros sinópticos y diccionarios de fórmulas y recetas, que no valía
la pena descubrirlas por cuenta propia.
El desmesurado progreso de la pedagogía, que había hecho demasiado fácil el allegar noticias —ya que no conocimientos— mató la vocación investigadora y acabó con la ciencia y el arte, que imponen sacrificios.
Llegado el caso de necesitar algo de eso, bastaba conectar una de las mil oficinas de informaciones y pedírselo. Algunos pobres diablos, especie de tarados maniáticos del estudio, todavía parecían capaces de hojear un libro, y ellos eran los que se encargaban de evacuar las consultas, provocando no la admiración de los que se beneficiaban con su ciencia o su trabajo, sino su lástima. ¡Que hubiera gentes tan infelices que gastaran su vida hojeando papelotes, cuando podían gastarla bailando, bebiendo y aburriéndose en los cines y en las boites! Pero ya eran pocas, y pronto no habría nadie en el mundo apto para leer un libro o tocar un piano o un violín, o manejar una pluma o un pincel.
Ya ni siquiera los figurines se imprimían. El suscriptor o el comprador recibía un rollito de films, que proyectaba en pantallas portátiles con cualquier luz y miraba las figuras ampliadas y escuchaba su explicación.
Bastó una generación de asombrosa técnica para acabar con diarios, libros, bibliotecas e imprentas.
Si alguien quería enterarse de las cosas del mundo —todavía se hallaban gentes extravagantes y curiosas— compraba en uno de esos kioscos que venden pastillas de menta y goma de mascar el último film noticioso, lo enchufaba en su aparato y lo oía en la misma forma que a un compañero, sin interrumpir las otras diversiones.
Ni los sordos necesitaban leer. Los fonógrafos no se comunicaban con el tímpano sino con el cerebro, como se escucha el tictac del reloj sin intervención del oído, con sólo aplicarlo al hueso temporal.
Más poco a poco encontraron demasiado tonto eso de andar averiguando lo que ocurría en otras partes del planeta. ¿Para qué? Cada cual debía vivir su vida, no la de los otros.
Si recibían una carta manuscrita o a máquina y tenían curiosidad de enterarse de ella, se la hacían leer por un criado. En casos de apuro, cuando no tenían el criado cerca, pedían por teléfono el auxilio de un lector a una compañía, como se pide un mecánico o una ayuda al Automóvil Club si se pincha una goma.
Los criados, personajes imprescindibles, eran los descendientes de las familias consulares de 1940, que, entre morirse de hambre o vivir bajo las mesas de los nuevos Epulones, optaron por servirlos, con tan buen humor que el ser criado fue un sello de distinción, y muchos nuevos ricos y nuevos nobles que no se avergonzaban en presencia de sus iguales, apenas se atrevían a menearse delante de aquellos sirvientes sabios a quienes el Gobierno les cambió el apellido, por no verse obligado a modificar la historia argentina.
En efecto, no parecía discreto que misia Hilda, la presidenta, se hiciera pintar las uñas por un tal Manuel Belgrano, y que al ministro Chupínez le bruñera las sandalias un tal Bartolomé Mitre.
Ante la imposibilidad de enterarse de lo que decía el cartelito Rahab se impacientó, empujó la puerta y se metió de rondón en la lóbrega caja de una escalera de gastados ladrillos, por la que los cuatro descendieron hasta el pretil de la iglesia.
Trescientos años atrás allí se enterraban los muertos ilustres. Todavía podían deletrearse en el suelo algunos nombres.
Las puertas de hierro de la iglesia estaban abiertas, pero las cancelas de batientes impedían ver lo que ocurría adentro.
Dos caballeros templarios, con sus mantos blancos recogidos en pliegues marciales y elegantísimos que descubrían a la derecha la gran cruz de lana roja cosida a la holgada blusa, y a la izquierda la fuerte y rica espada medieval, montaban la guardia.
Aquí parece oportuno referir cómo se había restaurado la antiquísima orden religiosa y militar de los templarios.
Fundada en tiempo de las Cruzadas por Godofredo de Bouillon para combatir contra los mahometanos, se compuso de monjes guerreros ligados por votos perpetuos de castidad y obediencia.
En poco tiempo allegaron tanto poder y riqueza que suscitaron celos de los reyes y se hicieron blanco de odios y acusaciones terribles contra su moral y su doctrina.
Nunca la historia aclarará el extraño proceso de los Caballeros del Temple, porque la orden sacaba mucha de su fuerza del misterio en que se desenvolvía; los grandes actores de aquella tragedia nunca divulga-ron sus conclusiones, y los documentos fueron destruidos por el tiempo o la mano de los hombres.
Pero, fuera justa o injusta la sentencia del rey de Francia Felipe el Hermoso, que mandó quemar vivo a Santiago de Molay, gran maestre de la orden, en una isleta del Sena llamada la “Isla de los Judíos”, fuesen criminales o mártires todos los que con él sufrieron el mismo suplicio, el nombre de los templarios resuena a través de los siglos como esas catedrales que, aun profanadas y semidestruidas, responden con ecos sagrados a la voz del caminante que turba su silencio.
Muchas veces se ha intentado restaurar la orden, y no pocas instituciones —entre ellas la masonería y los Caballeros de Cristo— han pretendido ser sus continuadores,
y a fin de dar más viso a su pretensión, datan las listas de sus grandes maestres desde Godofredo de Bouillon.
¡Falsedad y delirio de grandeza! La sola y verdadera restauración de aquella orden llevóse a cabo en el Brasil, el 18 de marzo de 1964; o sea 650 años, día por día, después del suplicio del gran maestre Santiago de Molay.
Los nuevos templarios se difundieron con sospechosa rapidez. Los mismos gobiernos que habían perseguido a los demás religiosos; jesuitas, benedictinos, salesianos y expulsándolos como pestíferos de la mayoría de las naciones, fomentaron a los templarios.
Aún entre los católicos fue el suceso motivo de controversias. Unos, viendo que las vocaciones por los templarios se encendían como un reguero de pólvora, creyeron que fuese la congregación conveniente para los nuevos tiempos, y miles de súplicas se elevaron al papa a fin de que la aprobase y le devolviera sus antiguos privilegios.
Otros, sorprendidos de un éxito tan repentino y grande, y alarmados por los aplausos que los enemigos de las demás órdenes religiosas prodigaban a los templarios, empezaron a desconfiar de ellos y dieron la voz de alerta, temiendo se tratase de un nuevo disfraz de la masonería.
La orden hacía gala de su fe en Dios, pero su culto adoptaba formas impersonales, demasiado holgadas y prácticas, con lo cual satisfacía dos tendencias contradictorias de este pobre corazón: la urgencia de creer en algo sobrenatural y el instinto de rebeldía contra toda autoridad. Una de las primeras diligencias del gran maestre de la orden restaurada, don Pedro de Alcántara y Pernambuco, fue someter humildemente al papa sus proyectos y pedir la aprobación de sus estatutos.
—No se los aprobarán —decían unos—. El Vaticano tiene el olfato fino.
—Sí, se los aprobarán —replicaban otros—. Sería insensato que el papa rechazara tan valiosos aliados en estos tiempos de tanta indigencia religiosa.
Los templarios entre tanto se diseminaban por el mundo. Hasta en los pueblos más pequeños, dondequiera que hubiese media docena de hombres de ciertas calidades, constituían una célula a la manera de un club y trabajaban según la fórmula que habían adoptado: “Por la humanidad, como Jesús, y contra toda violencia.”
Casi al mismo tiempo, con parecidos métodos se restauraba en Etiopía otra viejísima orden religiosa, la de los etíopes, en cuyos conventos sólo se celebraba una misa diariamente a las doce de la noche, hora en que Cristo realizó la última cena.
Éstos no pidieron la aprobación del papa sino del patriarca de Constantinopla —pues eran católicos ortodoxos— y pronto la obtuvieron, lo cual no despertó celos de los templarios. ¡Bienvenidos todos los obreros que quisieran trabajar la viña del Señor!
En la Argentina, donde no existía públicamente más congregación religiosa que la gregoriana, los Caballeros del Temple le formaron guardia de honor y declararon que fray Simón de Samaria era el máximo orador de todos los siglos y el que mejor interpretaba el espíritu del Evangelio.
El fraile sentíase ufano de tamaño homenaje, y hubiera preferido incurrir en alguna herejía antes que escandalizar a tan generosos aliados.
El templario que aquella noche vio bajar por la escalera de la torre a los cuatro jóvenes comprendió que no eran de los acostumbrados fieles.
Rahab y Foto admiraban el atuendo y la apostura del caballero.
— ¡Lástima de muchacho! —dijo Foto—. Parece que hacen no sé qué juramento o votos para pertenecer a esa orden. Creo que no pueden casarse.
— ¡Peor para ellos! —respondió Rahab.
El templario se les acercó.
—Ustedes seguramente vienen a escuchar el sermón de fray Simón de Samaria.
—Así es. ¿Podemos asistir nosotras?
El templario echó una mirada a la simbólica marca que advertía en el desnudo brazo de las dos jóvenes, y pensó que no debían ser bautizadas, pero respondió:
—En la iglesia de fray Simón de Samaria caben todos los corazones. Sólo se necesita sentir sed del Altísimo.
— ¿Y de qué habla fray Simón? —preguntó Rahab.
—De cualquier cosa que hable, siempre el oyente sale con la conciencia pacificada. ¿Hay milagro mayor que el pacificar una conciencia?
—Pero en suma —dijo frívolamente Foto— ¿es divertido lo que dice?
—Si hoy lo escuchan recibirán la mayor impresión de su vida.
—¿Sobre qué va a hablar? —preguntó uno de los mozos.
—Va a comentar un texto de San Pablo.
—¿Quién es San Pablo? —preguntó Níquel.
—¿Cuál es el texto? —interrogó Mercurio, simulando saber más que su compañero.
—Aquel que dice, hablando de los judíos: “Su culpa ha sido la riqueza del mundo.”
—¿Y qué consecuencia saca de ese texto?
—No puedo creer —respondió el templario— que saque otra conclusión que el proscribir toda lucha de raza, porque todos los hombres somos hermanos en Cristo, aun los enemigos de Cristo.
Rahab quedó pensativa; luego consultó su reloj pulsera, pequeñísimo aparato de radio que mediante un resorte pronunciaba la hora. La pulsera cantó en voz baja: “las cuatro” (poco menos de la una de antes).
—¿A qué hora predica fray Simón?
—A las ocho (las dos menos cinco de antes).
—Entonces tenemos tiempo de dar un paseo —dijo Foto.
—Vamos a bailar al Congo —propuso uno de los jóvenes.
—¡Buena idea —respondió el otro—. A la vuelta todavía estará hablando. Y si no es hoy, lo oiremos mañana. Yo no soy muy aficionado a sermones.
Rahab, la dueña de la avioneta, ofreció el volante a Níquel, apuesto mozo con quien parecía entendida Foto.
—Yo iré a tu lado, Níquel —dijo ésta—. Dame un cigarrillo por la compañía.
—No hay fuerza para volar —respondió Níquel mostrando en cero la aguja indicadora de la provisión de energía—. No tengo cigarrillos; yo no fumo.
—Entonces tú, Lahres.
—Yo tampoco fumo. Me da náuseas. Solamente las mujeres son capaces de resistir ese vicio —respondió humildemente el interpelado— si quieres una pastilla
de menta...
Rahab se encogió de hombros con desprecio y abrió la cigarrera que le tendió la otra muchacha, de cristal azul flexible como el cuero, y extrajo un rollito de papel que contenía opio y arsénico, amén de otras mercaderías sabiamente dosificadas, que excitaban y no enervaban.
En esa época la nafta, el petróleo, el carbón, la leña, eran combustibles miserables, usados solamente por los pobres. Y el tabaco negro o rubio cosa anticuada y pestífera, bueno sólo para los obreros de la más baja categoría.
Las máquinas finas se impulsaban de otro modo, y la gente educada se dopaba con alcaloides más interesantes que la vulgar nicotina.
Los alquimistas del siglo XX habían inventado un procedimiento para desintegrar la materia, primera etapa de la transmutación de los elementos.



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