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martes, 25 de julio de 2017

LOS DOCE GRADOS DE HUMILDAD SEGÚN SAN BERNARDO



Venid, dice. ¿A dónde? A mí, la verdad. ¿Por dónde? Por la humildad. ¿Provecho? Yo os daré respiro. ¿Qué respiro promete la verdad al que sube, y lo otorga al que llega? ¿La caridad, quizá? Sí, pues según San Benito, una vez subidos todos los grados de la humildad, se llega en seguida a la caridad. La caridad es un alimento dulce y agradable que reanima a los cansados, robustece a los débiles, alegra a los tristes y hace soportable el yugo y ligera la carga de la verdad.
               4. La caridad es un manjar excelente. Es el plato principal en la mesa del rey Salomón. Exhala el aroma de las distintas virtudes, semejante a la fragancia de las especias más sorprendentes. Sacia a los hambrientos, alegra a los comensales. Con ella se sirven también la paz, la paciencia, la bondad, la entereza de ánimo, el gozo en el Espíritu Santo y todos los demás frutos y virtudes que tienen por raíz la verdad o la sabiduría.
                La humildad tiene también sus complementos en esta misma mesa. El pan del dolor y el vino de la compunción es lo primero que la verdad ofrece a los incipientes, y les dice: Los que coméis el pan del dolor, levantaos después de haberos sentado.
                 Tampoco a la contemplación le falta el sólido alimento de la sabiduría, amasado con flor de harina, y el vino que alimenta el corazón del hombre; con él, la verdad obsequia a los perfectos, y les dice: Comed, amigos míos, bebed y embriagaos, carísimos. La caridad, nos dice, es el plato principal de las hijas de Jerusalén; Las almas imperfectas, por ser todavía incapaces de digerir aquel sólido manjar, tienen que alimentarse de leche en vez de pan, y de aceite en lugar de vino. Y con toda razón se sirve hacia la mitad del banquete, pues su suavidad no aprovecha a los incipientes, que viven en el temor; ni es suficiente a los perfectos, que gustan la intensa dulzura de la contemplación.
Los incipientes, mientras no se curen de las malas pasiones de los deleites carnales con la purga amarga del temor, no pueden experimentar la dulzura de la leche. Los perfectos ya han sido destetados; ahora, eufóricos se alegran de comer ese otro manjar, anticipo de la gloria. Solo aprovecha a los que están en el centro, a los proficientes, quienes ya han experimentado su agradable paladar en algunos sorbos. Y se quedan contentos sin más, por causa de su tierna edad.
                     
EN QUÉ ORDEN SE LOGRA EL FIN PROPUESTO

              Como el conocimiento de la verdad tiene  a su vez grados, voy a tratar de explicarlos brevemente. Así se verá con mayor claridad a qué grado de verdad corresponde el decimosegundo grado de humildad. Buscamos la verdad en nosotros, en el prójimo y en sí misma. En nosotros, por la autocrítica; en el prójimo, por la compasión en sus desgracias; y en sí misma, por la contemplación de un corazón puro.
               Te he indicado el número de los grados; ahora observa su orden. En primer lugar quisiera que la misma verdad te enseñara por qué debe buscarse antes en los prójimos que en sí misma. Después entenderás por qué debes buscarla en ti antes que en el prójimo. Al predicar las bienaventuranzas, el Señor antepuso los misericordiosos a los limpios de corazón. Y es que los misericordiosos descubren en seguida la verdad en sus prójimos. Proyectan hacia ellos sus afectos, y se adaptan de tal manera, que sienten como propios los bienes y los males de los demás. Con los enfermos, enferman; se abrazan con los que sufren escándalos; se alegran con los que están alegres, y lloran con los que lloran. Purificados ya en lo íntimo de sus corazones con esta misma caridad fraterna, se deleitan en contemplar la verdad en sí misma, por cuyo amor sufren las desgracias de los demás
                 En cambio, los que no sintonizan así con sus hermanos, sino que ofenden a los que lloran, menosprecian a los que se alegran, o no sienten en sí mismos lo que hay en los demás, por no sintonizar con sus sentimientos, jamás podrán descubrir en sus prójimos la verdad.
                 A todos estos, les viene bien aquel dicho tan conocido: “Ni el sano siente lo que siente el enfermo, ni el harto lo que siente el hambriento”. El enfermo y el hambriento son los que mejor se compadecen de los enfermos y los hambrientos, porque lo viven, la verdad pura, únicamente la comprende el corazón puro; y nadie siente tan al vivo la miseria del hermano como el corazón que asume su propia miseria. Para que sientas tu propio corazón de miseria en la miseria de tu hermano, necesitas conocer primero tu propia miseria. Así podrás vivir en ti sus problemas, y se te despertarán iniciativas de ayuda fraterna. Este fue el programa de acción de nuestro Salvador; quiso sufrir para saber compadecerse; se hizo miserable para aprender a tener misericordia. Y así como se ha escrito de él: Aprendió por sus padecimientos la obediencia, también supo lo que era la misericordia. No quiere decir que Aquel cuya misericordia es eterna ignorara la práctica de la misericordia, sino que aprendió en el tiempo por la experiencia lo que sabía desde la eternidad por su naturaleza.
              7. Quizá te parezca exagerado lo que acabo de afirmar; que Cristo, Sabiduría de Dios, haya tenido que aprender a ser misericordioso, como si Aquel por quien fueron hechas todas las cosas hubiese ignorado algún tiempo algo de lo que fue hecho; sobre todo teniendo en cuenta que esas citas de la carta a los Hebreos pueden entenderse en otro sentido. No es absurdo que el término aprendió no haga referencia a la Cabeza, la persona de Cristo, sino a su cuerpo, la Iglesia. En tal caso, el sentido completo de de la frase aprendió por sus padecimientos la obediencia, sería este: Aprendió en su cuerpo la obediencia por lo que padeció en la cabeza.
               Aquella muerte, aquella cruz, aquellos oprobios, salivazos y azotes que soportó nuestra cabeza, Cristo, ¿qué otra cosa fueron para su cuerpo, para nosotros, sino preclaros ejemplos de obediencia? Cristo, dice San Pablo, se hizo obediente al Padre hasta la muerte, y muerte de Cruz. ¿Por qué? Nos lo dice el apóstol Pedro: Cristo padeció por nosotros, dejándoos ejemplo, para que sigáis sus pasos; esto es, para que imitéis su obediencia.
                 De todo lo que él padeció por nosotros, puros hombres, aprendemos cuánto nos conviene padecer por la obediencia; ya que él siendo Dios, no dudó en morir. “Según esta interpretación”, dices tú, “ya no hay inconveniente alguno en decir que Cristo aprendió en su cuerpo la obediencia, la misericordia o cualquier otra cosa; con tal que no se crea que el Señor en su persona pudiese aprender en el transcurso de su vida temporal algo que antes ignorase. Y así, él mismo aprende  enseña a la vez la misericordia y la obediencia; porque la cabeza y el cuerpo son un mismo Cristo”.
               8. No niego que esta interpretación pueda ser aceptable. Sin embargo, existe otro pasaje de la misma carta que parece apoyar la anterior. No es a los ángeles a quienes tiende la mano, sino a los hijos de Abrahán. Por eso tiene que parecerse tanto a sus hermanos para ser misericordioso. Creo que este párrafo debe referirse exclusivamente a la cabeza, no al cuerpo. Se dice de la Palabra de Dios que no tiende la mano a los ángeles, es decir, que no se unió personalmente a ellos, sino a la descendencia de Abrahán. Tampoco hemos leído: La Palabra se hizo ángel; sino la palabra se hizo carne, y carne de Abrahán, según la promesa que se le hizo. De aquí, es decir, por hacerse hijo de Abrahán, tuvo que parecerse en todo a sus hermanos. Esto es, convino y fue necesario que, débil como nosotros, pasara por todas nuestras miserias, excluido el pecado.
                 Preguntas: “¿Por qué fue necesario?” Ahí mismo tienes la respuesta: Para ser misericordioso. Y si insistes: “¿Por qué esto no puede referirse al cuerpo?” Escucha lo que sigue: En cuanto que pasó la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora la están pasando. No veo interpretación mejor de estas palabras que la referencia a una voluntad de sufrir, de ser probado y de pasar por todas las miserias humanas, excluido el pecado. Es la única forma de parecerse en todo a sus hermanos. Así aprendió por su propia experiencia a tener misericordia y compadecerse de los que sufren y de los que son probados.


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