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lunes, 30 de noviembre de 2015

"LOS CRISTEROS DEL VOLCAN DE COLIMA'

Zenaida Llerenas

La gloriosa epopeya cristera donó a nuestra Patria un martirologio propio, con sus hijos e hijas que dieron su sangre generosa por proclamar y defender los derechos de Cristo Rey, en las difíciles décadas de los veinte y treinta del siglo veinte. Entre las mujeres mexicanas defensoras de la fe católica ocupan un lugar de honor las heroicas muchachas de las llamadas Brigadas Femeninas Santa Juana de Arco. Esta admirable organización surgió para proveer, ayudar y auxiliar a los cristeros combatientes, con pertrechos, medicinas, ropa y alimentos.

Ofreciendo bastecimiento a cristeros 
del sur de Jalisco.

Muchas de aquellas mujeres valientes eran sencillas campesinas, quizá iletradas, pero de una fe sólida y de un temple espiritual generoso. Pero en muchos casos se trataba también de distinguidas señoritas de buena posición social, que vestían ropas elegantes y eran instruidas. Todas ellas sabían muy bien a lo que se comprometían en caso de ser descubiertas, pero tenían muy claro que en los momentos de bonanza, como sobre todo en los momentos difíciles, lo primero era servir a Dios y dar la vida por Él si fuera necesario.

Las muchachas de las Brigadas se organizaban en batallones, formados con tres escuadras cada uno. Cada miembro de la brigada tenía su grado y, para iniciarse en ella, se requería un juramento de fidelidad y de amor a Cristo Rey y a la Patria, por cuya causa luchaba. En ese acto, cada muchacha recitaba el juramento propio de los cristeros libertadores, en el cual ante un Crucifijo y de rodillas, la brigadista solemnemente prometía: “Luchar por la noble causa de Cristo y de la Patria, hasta vencer o morir; subordinación a los jefes; fraternidad cristiana con los compañeros; no manchar con actos indignos la santa Causa que se defendía, y preferir la muerte antes que denunciar o entregar a algún compañero cristero o de la Brigada”. Este ejército de mujeres, casi todas muchachas jóvenes, estuvo a la altura del heroísmo en aquellos tiempos de persecución y odio contra la religión. Con abnegación, alegría y santo empeño, sin medir fatigas ni peligros, tomaron a cuestas el encargo de proveer al ejército defensor de la Patria, los soldados cristeros, de cuanto fuera más necesario: armas, municiones, ropa y medicinas.

Ellas mismas se ingeniaban para trasladar las provisiones hasta los campamentos cristeros en bosques y montañas, cuando no había arrieros que pudieran hacerlo. Forradas bajo el vestido con chalecos dobles de grueso paño, que las cubrían desde el pecho hasta las piernas, llevaban en ellos una gran cantidad de cartuchos y balas; todos los que cupieran en aquel molesto chaleco pegado a la piel. Treinta, cuarenta o más kilos de peso encima, y así se trasladaban en trenes de tercera, en tranvías, en carretas, o montadas en mulas para efectuar las incómodas travesías a través de cañadas, lomas llenas de güizaches; bajo el sol ardiente o bajo aguaceros que las calaba por completo y hacían de los senderos un martirio de lodo y barro; al filo de la fría madrugada o en medio de la noche. Lo que importaba era cumplir su misión por amor a Cristo Rey y a la Patria.

Descubiertas en más de una ocasión, fueron torturadas, ultrajadas en su virtud y en su moral, sin que jamás el dolor del tormento les hiciese descubrir los secretos que guardaban, ni de su organización, ni de sus compañeros de lucha, ni de las personas que cooperaban en la cruzada cristera con dinero, ropa o medicinas. Para algunas, el castigo terminó en la muerte; para otras, el destierro y la prisión en la horrenda cárcel de las islas Marías. Estas intrépidas mujeres mexicanas de las beneméritas Brigadas Santa Juana de Arco merecen un destacado lugar de honor en nuestra historia y sentimientos de gratitud perenne entre las heroínas cristianas de todos los tiempos.
Mujeres presas acusadas de apoyar a los cristeros.
Una mártir colimense




Son varias las mexicanas, dignas hijas de Santa María de Guadalupe, que dan un toque de delicado perfume a nuestra invicta epopeya cristera. Una de ellas era apenas una jovencita llamada Zenaida Llerenas, a quien le tocó vivir en el heroico estado de Colima durante los años más crudos de la persecución religiosa. El jueves de Corpus, 7 de junio de 1928, la señora Rosalía Torres viuda de Llerenas y su hija Zenaida fueron hechas prisioneras, en la ciudad de Colima, por el gran delito de ser hermana y sobrina, respectivamente, del coronel cristero Marcos Torres, uno de los valientes defensores de Cristo Rey que operaban en la zona del volcán.

Los soldados del gobierno de Calles, el perseguidor de la Iglesia, estaban furiosos, pues el Coronel cristero hacía frecuentes incursiones en la ciudad y siempre había podido burlar su vigilancia. Era Jueves de Corpus Christi de aquel año y aquellos perseguidores, varias veces burlados, pensaron en dar un golpe de escarmiento a los católicos, precisamente el día de esta gran fiesta.

— ¿Es usted la hermana de Marcos Torres? —preguntó bruscamente el jefe del piquete de soldados que irrumpió de improviso en el pacífico domicilio de la familia Torres.

—Sí, yo soy Rosalía viuda de Llerenas, para servir a Dios y a usted. ¿Qué se les ofrece y por qué han allanado mi casa gritando y apuntando con sus fusiles? —le respondió al militar la digna señora a quien acompañaba su joven hija Zenaida.

—Con nosotros no se resuelve nada. Al jefe tendrá que responderle de algunas acusaciones contra usted. ¡Así que jálele p’a fuera usted y su hija también!

Satisfechos de su “hazaña” de detener de malas maneras a dos indefensas mujeres, los perseguidores llevaron presas a doña Rosalía y a Zenaida, y para mayor escarnio, se les recluyó en el departamento de la cárcel destinado a las mujeres de mala vida, para confundirlas con ellas. Mas la pobres mujeres presas, que purgaban sus delitos en la cárcel, bien sabían la virtud y buena fama de que gozaba la familia Torres, muy conocida en Colima, y la del valiente coronel Marcos, que pasaba por ser uno de los más piadosos jefes cristeros. De manera que las mismas prisioneras se alejaban respetuosas de las dos nuevas compañeras de prisión e incluso procuraban moderar su lenguaje y acciones cuando pasaban cerca de ellas.

Doña Rosalía y Zenaida se mantenían unidas y serenas, y rezaban el rosario en honor de la Santísima Virgen, pidiendo en la oración lo mismo por los defensores cristeros que luchaban en las zonas del volcán y del Nevado de Colima, que por los perseguidores de la Iglesia en México y por las pobres presas de la cárcel para que Dios moviera sus corazones a la conversión.

Un lento y doloroso martirio moral

Pero para hacerlas sufrir más y tratar de romper su serenidad espiritual, al poco tiempo las separaron, cada cual en una bartolina inmunda, maloliente, oscura y estrecha, donde apenas si podían dar cuatro o cinco pasos. Había comenzado el martirio moral de las dos inocentes mujeres.

La señora Rosalía escribió tiempo después los sufrimientos a los que las sometieron:

“Es imposible describir los sufrimientos de esos días de prisión. Estábamos separadas, Zenaida y yo, sin posibilidad de comunicarnos y sin ninguna noticia del exterior. Cada día iban varias veces a tomarnos declaración y nos molestaban con muchas impertinencias. A mí me decían que ya mi hija había sido fusilada y a ella le decían lo mismo de su madre, y en la angustia no sabíamos si era o no verdad. Los dos primeros días se dio orden de que no nos dieran de comer, pero Dios, que obra en todo, nos mandó personas caritativas que nos diesen algo.”

Probablemente alguna de las otras presas, compadecida, les llevaba algo de la comida que recibían.

Una de las primeras noches se presentó de improviso ante la señora Rosalía, en su celda de prisión, el general federal Heliodoro Chaires, jefe de operaciones en Colima, para interrogarla. Sin mayores rodeos, le preguntó:

— ¿Dónde está su hermano Marcos?
—No lo sé, General. Debe andar por el volcán con otros cristeros

Chaires era uno de los militares más interesados en apresar al coronel Marcos Torres para vengar las varias derrotas que los soldados federales habían sufrido ante las fuerzas de los cristeros, entre ellas, la que les proporcionó el general cristero Jesús Degollado cuando atacó Manzanillo. Chaires no olvidaba aquello, y por eso quería vengar su humillación en la persona del jefe cristero o en sus familiares, a quienes mandó apresar cobardemente porque era algo mucho más fácil de hacer. ¿Qué podían dos indefensas mujeres contra él?

Su virtud se ve amenazada...


CONTINUA...

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