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lunes, 30 de noviembre de 2015

"ANACLETO GONZÁLEZ FLORES. MÁRTIR CRISTERO."



2. El forjador de caracteres

Hemos dicho que desde niño Anacleto fue apodado «el maestro», por su nativa aptitud didáctica. Este «bautizo», que nació de manera espontánea, se trocó después en cariñoso homenaje y hoy es un título glorioso. Maestro, sobre todo, en cuanto que fue un auténtico formador de almas. Consciente del estanca-miento del catolicismo y de la pusilanimidad de la mayoría, o, como él mismo dijo, «del espíritu de cobardía de muchos católicos y del amor ardiente que sienten por sus propias comodidades y por su Catolicismo de reposo, de pereza, de apatía, de inercia y de inacción», se abocó a la formación de católicos militantes, que hiciesen suyo «el ideal de combate», convencidos de que «su misión es batirse hoy, batirse mañana, batirse siempre bajo el estandarte de la verdad». A su juicio, el espíritu de los católicos, si querían ser de veras militantes, debía forjarse en dos nive-les, el de la inteligencia y el de la voluntad. En el nivel de la inteligencia, ante todo, ya que «las batallas que tenemos que reñir son batallas de ideas, batallas de palabras». «Los medios modernos de comunicación – escribe– aunque sirven generalmente para el mal, podrán ayudarnos, si a ellos recurrimos, para que nuestras ideas se abran paso con mayor celeridad, en orden a ir creando una cultura católica. No podemos seguir luchando a pedradas mientras nuestros enemigos nos combaten con ametralladoras». En esta obra de propagación de la verdad todos pueden hacer algo: los más rudos e ignorantes, dedicarse a estudiar; los más cultos, enseñar a los demás; los que no son capaces de escribir ni hablar, al menos pueden difundir un buen periódico; los que tienen destreza en hablar y escribir, podrán adoctrinar a los demás. No nos preguntemos ya cuánto hemos llorado, sino qué hemos hecho o qué hacemos para afianzar y robustecer las inteligencias. A unos habrá que pedirles solamente ayuda económica; a otros su pluma y su palabra; a otros que no compren más los periódicos laicistas; a otros que vendan los periódicos católicos.

«Ya llegará el momento en que, después de un trabajo fuerte, profundo de formación de conciencia, todos los espíritus estén prontos a dar más de lo que ahora dan y entonces los menos dispuestos a sacrificarse querrán aumentar su contingente energía. Y de este modo habremos logrado que todos se aproximen al instante en que tengamos suficientes mártires que bañen con su sangre la libertad de las conciencias y de las almas en nuestro país».

Anacleto no se quedó en buenas intenciones. Se propuso constituir un grupo de personas deseosas de formarse, no limitado, por cierto, a los de inteligencia privilegiada sino abierto a todos cuantos deseasen adquirir una cultura lo más completa posible. Para él dicha labor era superior a todas las demás. La influencia de ese grupo resultaría incontrastable, «porque se hallaría en posesión de los poderes más formidables, cuales son la idea y la palabra». Para este propósito, Anacleto se dirigió principalmente a la juventud, a la que por once años consagró lo mejor de sus energías. La amplia y arbolada plaza contigua al Santuario de Guadalupe, en Guadalajara, fue su primer local, el lugar predilecto de sus tertulias. Su verbo era fascinante. Nos cuenta el Padre H. Navarrete que siendo él estudiante secundario, se encontró un día con Anacleto, a la sazón profesor de Historia Patria, reunido con un grupo en la plaza del Carmen. «Sois estudiantes –les dijo–. Tras de largas peregrinaciones por aulas e Institutos, llegaréis a con-quistar vuestra inmediata ambición: un título profesional. Y bien, ¿qué habréis obtenido? Una posición; es decir, pan, casa, vestido. ¿Es esto todo para el hombre? Me diréis que de paso llenáis una misión nobilísima cultivando la ciencia. ¿Puede ser esa la misión de un ser como el hombre?

«No es la principal labor del hombre el cultivo del cuerpo, ni el de la inteligencia. Ha de ser el cultivo de las facultades más altas del espíritu. La de amar; pero amar lo inmortal, lo único digno de ser amado sin medida: amar a Dios. ¿Serán por ventura ustedes de los que se creen que se llena esa infinita ambición con esas prácticas ordinarias del cristiano apergaminado que asiste a misa los domingos? No. Eso no es ser cristiano. Eso es irse paganizando; es un abandonar plácidamente la vida cristiana, pasando a la vera del sagrado con antifaz carnavalesco, sonriendo al mundo y al vicio, mientras en la penumbra vaga del rincón de una iglesia, precipitadamente, en breves minutos con dolor robados a la semana, se santigua la pintada faz del comediante…

«Amar a Dios, para un joven, debe significar entusiasmos sin medida, ardores apasionados de santo, sueños de heroísmo y arrojos de leyenda. La vida es una milicia». Dice Navarrete que ésas y otras ideas fue-ron brotando en medio de un diálogo vivaz, apasionante. «A mí no me cabía duda. Aquel hombre alcanzaba los perfiles de los grandes líderes. La claridad brillante de sus ideas unida a la férrea voluntad de un ardoroso corazón, lo delineaban como un egregio conductor de masas. Había ahí madera para un santo, alma para un mártir».

Anacleto atrajo en torno a sí a lo mejor de la juventud de Guadalajara. A pocas manzanas del Santuario de Guadalupe de dicha ciudad, a que acabamos de referirnos, una señora ofreció hospedaje y alimentación tanto a él como a varios compañeros que estudiaban en la Universidad. Allí convocaron a numerosos jóvenes para cursos de formación. En cierta ocasión estaban estudiando los avatares de la Revolución francesa, sus víctimas, sus verdugos, la Gironda, el Jacobinismo, etc., y como la que cuidaba la casa se llamaba Gerónima, y los vecinos la llamaban doña «Gero» o «Giro», le pusieron a la sede el nombre de «La Gironda» y a sus ocupantes «los Girondinos». Dicha casa tenía sólo tres habitaciones. Pero allí se fueron arrimando un buen grupo de jóvenes, unos cincuenta muchachos, atraídos por Cleto y sus compañeros de vida juglaresca. Lejos de todo estiramiento «doctoral», la alegría juvenil del «Maistro» se volvía contagiosa, mientras trataba temas de cultura, de formación espiritual, de historia patria, trascendiendo a toda la ciudad, pero más directamente a la barriada del Santuario, donde estaba la Gironda. Refiriéndose a aquellos convivios dice Gómez Robledo que «las ideas fulguraban en la conversación vivaz y el goce intelectual tenía rango supremo».

Anacleto estaba convencido de la importancia de su labor intelectual en una época de tanta confusión doctrinal. Era preciso formar lo que él llamaba «la aristocracia del talento». Para ello nada mejor que poner a aquellos jóvenes en contacto con los pensadores de relieve, los grandes literatos, los historiadores veraces. Era ésta su obra predilecta, su centro de operaciones y el albergue de sus amistades más entrañables y de sus colaboradores más decididos. A esos muchachos los consideraba como una ampliación de su familia. En el oratorio de aquella casa contrajo matrimonio, y su primer hijo pasó a ser un puntual concurrente a las reuniones dominicales.
«
Anacleto era el maestro por antonomasia entre nosotros –testimonia Navarrete–. Estaba siempre a punto para dar un consejo, esclarecer una idea o forjar un plan, ya de estudio, ya de acción. El espíritu in-fundido por él hizo de nuestro grupo local una verdadera fragua de luchadores cristianos… Nos enseñó a orar, a estudiar, a luchar en la vida práctica y también a divertirnos. Porque él sabía hacer todo eso. Lo mismo se le encontraba jugando una partida de billar, que de damas, tañendo la guitarra o sosteniendo animados corrillos, con su inacabable repertorio de anécdotas. Así fuimos aprendiendo poco a poco que la vida del hombre sobre la tierra es una lucha, que es guerra encarnizada y que los que mejor la viven son los más aguerridos, los que se vencen a sí mismos y luego se lanzan contra el ejército del mal para vencer cuan-do mueren, y dejan a sus hijos la herencia inestimable de un ejemplo heroico».

Cuentan los que lo trataron que tenía un modo muy suyo de enseñar la verdad y corregir el error. Jamás contradecía una opinión sin ser requerido, pero entonces era contundente. Para corregir los vicios de conducta, nunca llamaba la atención del culpable en forma directa; cuando creía llegada la oportunidad, se refería a un personaje imaginario, de ficción, afeado por los defectos que trataba de enmendar, presentándolo como insensato, como víctima de sus propios actos. Nunca le falló este método de corrección. En cuan-to a su modo de ser y de tratar, nos formaríamos de él una representación incompleta si creyéramos que nunca abandonó la rigidez del gesto épico. Según nos lo acaba de describir Navarrete, era una persona de temperamento ocurrente, afectuoso y jovial. Su casa de la Gironda se hizo legendaria como centro de sana y bulliciosa alegría, de vida cristiana y bohemia a la vez. Creó Anacleto varios círculos de estudio: el grupo «León XIII», de sociología; el «Agustín de la Rosa», de apologética; el «Aguilar y Marocho», de periodismo; el «Mallinckrodt», de educación; el «Balmes», de literatura; el «Donoso Cortés», de filosofía… Por eso, cuando se fundó en México la ACJM, el material ya estaba dispuesto en Guadalajara. Bastó reunir en una sola organización los distintos círculos existentes, unos ocho o diez, perfectamente organizados. Especial valor le atribuía al círculo de Oratoria y Periodismo, ya que, a su juicio, el puro acopio de conocimientos, si no iba unido a la capacidad de difundirlos de manera adecuada, se clausuraba en sí mismo y perdía eficacia social. De la Gironda salieron numerosos difusores de la palabra, oral o escrita. Destaquemos la importancia que Anacleto le dio al aspecto estético en la formación de los jóvenes. No en vano la belleza es el esplendor de la verdad. «El bello arte –dejó escrito– es un poder añadido a otro poder, es una fuerza añadida a otra fuerza, es el poder y la fuerza de la verdad unidos al poder y la fuerza de la belleza; es, por último, la verdad cristalizada en el prisma polícromo y encantador de la belleza». Y así exhortaba a los suyos que pusiesen al servicio de Dios y de la Patria no sólo el talento sino también la belleza para edificar la civilización cristiana. Sólo de ese modo la verdad se volvería irradiación de energía. Antes de seguir adelante, quisiéramos dedicar algunas palabras a uno de los compañeros de Anacleto, quizás el más entrañable de todos, Miguel Gómez Loza. Nació en Paredones (El Refugio), un pueblo de los Altos de Jalisco, en 1888, de una familia campesina. A los 20 años, se trasladó a Guadalajara donde es-tudió Leyes. Allí conoció a Anacleto, convirtiéndose en su lugarteniente y camarada inseparable. Era un joven rubio, de ojos azules, que irradiaba generosidad, de no muy vasta cultura pero de enorme arrojo y contagiosa simpatía. Se lo apodó «el Chinaco». Los mexicanos llaman «chinacos» a los del tiempo de la Guerra de la Reforma, hombres engañados, por cierto, pero llenos de decisión y coraje. A Miguel se lo quiso calificar por esto último, es decir, por su entereza y energía, si bien las empleó con signo contrario al de aquéllos.

Una anécdota de su vida nos lo pinta de cuerpo entero. El 1º de mayo de 1921, con la anuencia de las autoridades civiles, los comunistas vernáculos se atrevieron a izar en la misma catedral de Guadalajara el pabellón rojinegro. A doscientos metros de dicho templo, frente a los jardines que se encuentran en su parte posterior, estaba una de las sedes de la ACJM, donde en esos momentos se encontraban unos cuarenta muchachos. Conocedores del hecho, varios de ellos pensaron que era preciso hacer algo y por fin resolvieron dirigirse a la Catedral para reparar el ultraje. Pero al llegar vieron una multitud, y en medio de ella al Chinaco, con la cara ensangrentada. Es que mientras los demás discurrían sobre lo que convenía hacer, él ya se había adelantado, y subiendo hasta el campanario, había roto el trapo y lo había lanzado al aire, con ademán de triunfo. Acciones como ésta, de un valor temerario, cuando estaba en juego la gloria de Dios o el honor de la Patria, le valieron 59 ingresos en las cárceles del gobierno perseguidor. A lo largo de su corta existencia, vivió el peligro en una sucesión constante de hechos atrevidos, deseados y buscados a propósito. Los jóvenes lo admiraban. Era, así lo decían, «el azote de los profanadores del templo, refractario a las claudicaciones, el hombre masculino por excelencia». La persistencia en la persecución religiosa lo impulsó a unirse con los heroicos cristeros que estaban en los campos de batalla, donde en razón de sus múltiples cualidades fue elegido Gobernador Civil de la zona liberada de Jalisco. Cuenta Navarrete que en cierta ocasión lo vio rodeado de unos 300 soldados con sus jefes, todos de rodillas, desgranando el rosario. A su término, Gómez Loza rezó esta oración cristera: «¡Jesús Misericordioso! Mis pecados son más que las gotas de sangre que derramaste por mí. No merezco pertenecer al ejército que defiende los derechos de tu Iglesia y que lucha por Ti… Concédeme que mi último grito en la tierra y mi primer cántico en el cielo, sea: ¡Viva Cristo Rey!»

El 21 de marzo de 1928 se dirigía con su asistente hacia el pueblo de Guadalupe, sede nominal del Gobierno Provincial, cuando fue sorprendido por sus enemigos en un lugar llamado «El Lindero». Lo ata-ron a un caballo, y lo arrastraron largo trecho. Luego uno de los soldados lo remató con su pistola. Hace pocos años, tuve el gusto de conocer en Guadalajara a dos de sus hijas, ya ancianas. Una de ellas me contó que cuando su padre se fue al monte, ella era pequeña. Cierto día, en la misma casa donde estaba conversando conmigo, un vecino tocó el timbre y le dijo que en la avenida contigua se encontraba tirado el cadáver de un hombre que parecía ser su padre. Ella fue. Efectivamente: era él.
No me pareció posible evocar la figura de González Flores sin recordar la de Gómez Loza. Juntos se formaron, juntos lucharon, juntos sufrieron la persecución. Anacleto era el fuego que todo lo abrasaba, Miguel el difusor eficaz de las ideas del amigo; si aquél era la luz, él fue la antorcha que la refleja; si Anacleto era la voz, él fue su eco; si Anacleto era la idea que gobierna, él fue la acción que ejecuta. El Maistro y el Chinaco. El verbo de Anacleto y la acción de Miguel. Ambos tenían devoción por la Guadalupana y comulgaban diariamente en su Santuario de Guadalajara. La amistad espiritual que los unía se vio así sellada por la piedad eucarística y mariana. Los dos fueron condecorados por el papa Pío XI el mismo día, a iniciativa del gran obispo de Guadalajara, Francisco Orozco y Jiménez, con la cruz «Pro Ecclesia et Pontifice», en premio a su acción común en defensa del catolicismo. Junto al obispo recién nombrado, forman un soberbia trilogía. Anacleto y Miguel sufrirían ambos el martirio, y hoy sus restos se encuentran, también juntos, en el Santuario de Guadalupe, tan frecuentado por ellos. Ante la losa que los custodia tuve el privilegio de orar con vergüenza y emoción durante largo rato. Volvamos a nuestro Anacleto. Hemos dicho que no sólo se dedicó a formar las inteligencias, aquella «aristocracia del talento», de que le agradaba hablar, sino también a robustecer las voluntades de los que lo seguían. «No soy más que un herrero forjador de voluntades», le gustaba repetir. Este hombre que al decir de Gómez Robledo era «una afirmación hirviente, tumultuosa, de sangre y hoguera», recomendaba siempre de nuevo: «Hay que criar coraza». No se engañaba, la Patria necesitaba caracteres recios. Por eso se dedicó a avivar los rescoldos del heroísmo: «Patria Mexicana, no todos tus hijos se han afeminado, no todos se han hundido en el cieno; todavía hay hombres, todavía hay héroes».

Pero don Cleto no se engañaba. Nadie puede llegar a ser un hombre de imperio, si primero no se ha dominado a sí mismo. Por eso les pedía a los suyos que se volviesen «abanderados de su propia personali-dad y caudillos de su mismo ser».
«Porque dentro de cada uno de ustedes –les decía– hay un forjador en ciernes». Para forjarse a sí mismo no basta la cabeza bien formada, la inteligencia bien empleada. No bastan los filósofos y los maes-tros, por buenos que sean. La pura formación intelectual no alcanza. Era preciso agregar «el encarniza-miento de las propias manos, de las propias herramientas, del propio corazón…, en caso contrario, todo quedará comenzado».

Si se quiere hacer realidad la elevada y recia escultura viviente que Dios soñó para cada uno de noso-tros, habrá que despertar al Fidias que duerme en nuestro interior. Si, por el contrario, se prefiere seguir siendo un mero boceto informe, un trazo borroso sin consistencia, una personalidad enclenque, habrá que cruzarse de brazos, permanecer en espera del forjador que nunca llegará, «del obrero que debe salir de nosotros mismos y que nunca saldrá porque no hemos querido ni sospechar siquiera nuestra personalidad».

Anacleto quería que los suyos tuviesen temple de héroes, que no cediesen jamás a «transacciones» y «componendas», ya que tarde o temprano éstas lo llevarían a la más ignominiosa de las capitulaciones. Para ello, decía, nada mejor que frecuentar a personalidades vigorosas, al tiempo que no dejarse intimidar por falsas prudencias. Cuando habla de esto, su verbo se enardece: « ¡Habéis invertido el mandamiento supremo, porque para vosotros, hay que amar a Dios bajo todas las cosas! Por evitar mayores males os despedazaron, y cada trocito de vuestro cuerpo gritará todavía dando tumbos: ¡prudencia, prudencia! No temáis a los que matan el cuerpo, sino el alma. Una sola noche de insomnio en un calabozo vale mucho más que años de fáciles virtudes». Para formarse en la escuela del heroísmo recomendaba Anacleto escoger cuidadosamente a los amigos, descartando los de espíritu cobarde o los que de una u otra forma habían claudicado. El contagio de los amigos, sea para el mal o para el bien, resulta determinante.

«El día en que se logre encontrar un alto y firme valor de rectitud, de ideal y de carácter, habrá que sellar con él un pacto de alianza permanente y unir lo más estrechamente posible nuestra suerte, nuestro pensamiento y nuestra voluntad con ese nuevo complemento de nuestra personalidad, porque será para nosotros un manantial fecundo de aliento y vitalidad». En medio de la borrasca política y religiosa, Anacleto soñaba con «alzar un muro de conciencias fuertes, de voluntades recias, de caracteres que sepan derrotar a la violencia bruta, no con el filo de la espada, sino con el peso irresistible y avasallador de una conciencia que rehúye las capitulaciones y espera a pie firme todas las pruebas».

Y a la verdad que dio ejemplo de ello, convencido de que el carácter es la base primordial de la personalidad. Como dice un compañero suyo, se había forjado una voluntad tenaz e inconmovible, exenta de volubilidad y extraña al desaliento, superior e indiferente a los obstáculos y a la magnitud de los sacrificios requeridos. La cultivó directa y deliberadamente, imponiéndose una disciplina rigurosa en lo cotidiano y pequeño para contar consigo mismo en los grandes esfuerzos y en las contingencias imprevistas. Elaborado un propósito, no descansaba hasta verlo realizado. La continuidad fue la característica de su acción en todos los órdenes. Fecundo en iniciativas, no abandonaba jamás la tarea comenzada, sino que la proseguía hasta el fin.

Otro de sus amigos nos dice: «No recordamos en el Maistro el menor desfallecimiento ni la menor desviación. Era una consumada realización de sus ideas y proyectos. En esta alianza indisoluble de la fe y la vida, de la doctrina que pregonaba y la conducta que seguía, reside la principal razón de su influencia sobre los demás. Personalidad rotunda, elevada, avasalladora». Él mismo decía, citando a Goethe, «que la capacidad del conductor depende de su personalidad. Si posee una personalidad hecha, martillada sobre yunques sólidos, si tiene una musculatura interior que no se cansa ni se abate, no le es necesario ni hablar, ni escribir, ni obrar; basta que se sienta la presencia de su personalidad, para que arrastre a los que lo rodean con la fuerza irresistible de la fascinación».

«Miles de alumnos lo seguíamos para escucharlo –confirma uno de sus admiradores– porque hablaba con autoridad, y sus palabras fluían como un torrente, proclamando el derecho y la verdad. Jamás retrocedió ante las hogueras, ante las cruces, ante todo el aparato de ferocidad con que en esos tiempos se nos amenazaba, ni lo tentó la codicia cuando con dineros y halagos intentaron seducirlo».

Ni el calabozo, que conoció repetidas veces, logró doblegarlo. A una señora que le expresaba su aflicción porque en cierta ocasión había sido detenido y llevado a la cárcel, Anacleto le decía:

«Somos varios los jóvenes que estamos presos, pero vivimos muy contentos en la cárcel. Tenemos ya establecido un catecismo para los demás prisioneros; rezamos todas las noches el rosario en común, y en el día… ya usted lo sabe, trabajamos, acarreamos la leña para la cocina, llevamos la basura… Total, unas vacaciones pasadas por el amor de Dios. Pero no hay que dudar, este es el camino por donde los pueblos hacen las grandes conquistas».

No en vano había escrito: «En las páginas de historia del Cristianismo siempre se va a la cárcel un día antes de la victoria». Cumplía a la letra aquello que atribuía a los grandes conductores: acometividad para abrirse paso y llegar; persistencia en quedarse, a pesar de todas las vicisitudes; y fuerte e incansable inquietud por dejar una sucesión. En este trabajo de formación de dirigentes veía la necesidad de proponer paradigmas, espejos donde mirarse. Por ejemplo el gran obispo Manríquez y Zárate, de quien decía:

«Tiene en medio de nosotros un alto y fuerte significado. Es él, en la medida en que lo puede ser un hombre, la expresión más alta de la soberanía de la verdad y la recia arquitectura del orden moral forjado en las fraguas únicas de la doctrina católica… El hombre moral ha aparecido con toda la fisonomía radiante y el gesto contagioso, invenciblemente contagioso, del Maestro».

Según lo señalaba más arriba uno de sus discípulos, a Anacleto nunca le faltaron ocasiones, en el México oficial corrompido de aquel tiempo, de lograr una posición económica más que regular. Estimó como grave injuria la proposición que le hicieron algunos agentes de las logias, para que ingresase en la Masonería, que deseaba contar entre los hermanos a un dirigente de sus talentos y arrastre. Los opositores de Anacleto tenían también amigos en el alto Clero. Abogados influyentes iban por la mañana al Obispado y por la tarde visitaban al Gobernador, proponiendo un cambio de táctica: en vez del enfrentamiento, la componenda. No lo conocían a este hombre, que estaba a mil leguas de todas las transacciones y los enjuagues, por disimulados que fuesen, el mismo que decía:

«El gesto del mártir ha sido en todos los tiempos el único que ha sabido, que ha podido triunfar de todos los tiranos, llámense emperadores, reyes, gobernantes o presidentes».

Así fue Anacleto, el gran caudillo del catolicismo mexicano. Sus actividades pronto se tradujeron en una intensificación de la presencia de los católicos, principalmente en el Estado de Jalisco. Se abandonaba ya, en todos los ambientes, la apatía y dejadez que durante tanto tiempo habían reinado. Era evidente que se estaban gestando los hombres del futuro político, cultural y religioso de México.

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